lunes, 29 de octubre de 2012

I See a Darkness


Bonnie ‘Prince’ Billy
1998
38 min.



I
Recuerdo que en alguna ocasión leí en una revista nacional de rock una reseña de Antony & the Johnsons en la cual el autor de alegraba de hallar en ese disco —I am a Bird Now, si no me equivoco— alguien que sufriera más que él. Algo similar ocurre con el ya clásico I See a Darkness, firmado por el polifacético músico Will Oldham bajo uno de sus múltiples seudónimos (quizá el más prolífico de éstos). Desde la portada es claro que el oriundo de Kentucky no concibió el álbum precisamente en un lecho de rosas emocional. No en balde la canción que le da título al LP fue interpretada poco después por Johnny Cash como parte de su serie American, junto a otros clásicos melancólicos de la autoría de Neil Diamond o Nick Cave. Tampoco en balde el escritor Adam Brent Houghtaling destaca este álbum dentro de su compendio This Will End in Tears, un estudio y recopilación de lo más exquisitamente depresivo en el mundo musical de occidente.

Entonces pues, estamos tratando con un álbum de abolengo y reconocimiento; con un ente que debe responder a la expectativa otorgada por la veneración recibida —tanto por críticos como por músicos. No es una expectativa meramente analítica o estética, sino también emocional. Al acercarse a éste LP con todo el bagaje a priori que ello implica, uno espera sentirse conmovido desde la primera nota. Confieso no haberle prestado atención la primera ocasión que lo escuché. Nadie estaba desgarrándose las vestiduras en las vocales, y los instrumentos sonaban lánguidos mas apacibles. No me sentí llevado a ningún paroxismo de tristeza, y por ende dejé escapar la oportunidad de escuchar las sutilezas que ofrece I See a Darkness. Las descubriría dos años después, junto con el verdadero mensaje del álbum. Uno, de hecho, esperanzador —aunque no por ello menos desencantado. Desentrañémoslo.

domingo, 21 de octubre de 2012

Florence + the Machine: Algunas observaciones


La semana pasada, nuestra ciudad vio una edición más del multicitado festival Corona Capital, en el que la juventud (con excepciones [des]honrosas) se congrega para pretender que están en Coachella por algunas horas. Esto sería interesante de analizar en sí mismo, pero por ahora me centraré en la inusitada atención que se llevó el acto londinense Florence + the Machine. Digo inusitada porque, para no ser los headliners del evento y sí una banda con escasos dos álbumes, parece no haber otra cosa destacada qué comentar sobre el festival. Aclaro que no tengo nada contra la banda, pero hay ciertos fenómenos a su alrededor (fenómenos que han afectado mi vida bastante de cerca, he de admitir) que me son imposibles de ignorar. Podría simplemente molestarme y pretender que no existen; pero eso sería inefectivo y, además, innecesario. No he de ignorar a Florence + the Machine porque, para empezar, no merecen ser ignorados. Son un acto musical digno. Pero sí he de observar lo que sucede con ellos en cuanto a parafernalia de un modo más profundo que el de un fan, y menos escéptico que el de un hater. Así sea.

Recuerdo que hace un par de años comencé a tener consciencia de que este grupo andaba deambulando por allí, pero no los escuché hasta un tiempo después —cuando se volvieron una obsesión para mi entonces pareja sentimental. Desde entonces, el ascenso ha sido meteórico en todo aspecto. La primera vez que visité Wikipedia para informarme de dónde habían salido, eran la quinta opción después de escribir ‘Florence.’ Hoy son la segunda; superando a Florence Nightingale. ¿Saben quién es Florence Nightingale? Más les vale, porque la señora inventó lavarse las manos antes de operar a un paciente en los hospitales —todos deberíamos tenerle un altar en casa. Sinceramente dudo que Florence Welch y su pandilla tengan un mérito mayor a ese, pero no me quejo de que aparezcan por encima de la célebre enfermera: entiendo que el sitio Wikipedia basa sus rankings en relevancia cultural contemporánea. Ahora bien, ¿por qué Florence + the Machine tiene tanta relevancia cultural contemporánea? Mi tesis es que, más allá de su merito musical, el grupo dice algo acerca de nuestros tiempos, y de cómo nos vemos a nosotros mismos.

sábado, 6 de octubre de 2012

The 2nd Law



Muse
(2012)
53 min.


I

Mucho ha sido dicho. La verdad es que ellos mismos cavaron su propia tumba informando a la prensa que Skrillex sería una influencia en su próximo disco. Para mí fue una noticia extraña y un tanto triste, sí; pero no una bofetada. Primero que nada, llego a este álbum sin esperar de Muse otro Origin of Symmetry, como parece no ser el caso de muchos otros soñadores. No escuché The Resistance más que en fragmentos, pero ya desde Black Holes & Revelations es muy evidente que los tiempos de esa gloria contestataria, estridente y fresca han quedado atrás. Muse son ahora fabricantes de ganchos comerciales —contribuyentes en letras mayúsculas al imaginario pop de nuestras décadas. Eso no es malo por sí mismo. ¿Pero en qué sentido se ha tomado la banda este nuevo derrotero? La mayor influencia indicaría algo bueno: el amor por Queen es casi generalizado. Pero también es cierto que esos zapatos —los zapatos de “Bohemian Rhapsody”, de “Another One Bites the Dust” y de un etc. infinito— son del tamaño de un tractor industrial alemán para cada dedo. Y bueno, meter a Freddie Mercury en la licuadora con Skrillex puede resultar en un coctel molotov.

¿Lo hace? Sorprendentemente no. Pero el resultado que sí emerge de la mezcla tampoco es muy halagüeño. Ya veremos por qué, paso a paso. Por ahora baste decir que Matt Bellamy y compañía saldrán de esta aventura con la mayoría de su base de fans intacta, excepto por los pobres ilusos que todavía esperaban algo como lo de los viejos tiempos, y que tendrán que ir a pastar a nuevos horizontes. En la tercera sección también quisiera hablarles de un doble error dentro de la fanaticada de Muse; pero por ahora dejemos que el disco gire.