martes, 18 de junio de 2013

Kveikur


Sigur Rós
(2013)


Sigur Rós no es una banda que sólo te gusta, sino una que también te importa. Todos ellos son una invitación a ello, con el idioma extraño y a veces inventado, los videos cinematográficos bellísimos, la voz inconfundible… Enfrentémoslo: para el 85% de la población escucha, el post-rock empieza y acaba con ellos. Según los sitios web más especializados, los mejores álbumes del género son producto de Godspeed You! Black Emperor y de Talk Talk tanto como de estos islandeses, pero eso poco importa para la gran mayoría. Godspeed es una banda genial, pero inmensamente política e ideológica; Talk Talk son simplemente muy difíciles de disfrutar a un nivel superficial. Hay otras opciones, como Explosions in the Sky, Red Sparowes, Russian Circles o incluso los pesadísimos y resucitados Swans, pero ninguno tiene el impacto inmediato del grupillo misterioso de nórdicos liderado por voces y ganchos pop encantadores. La mayoría de las bandas post-rock son instrumentales, y las que no (como Godspeed) suelen apabullar a sus escuchas con ideas e ideales. Sigur Rós no hace ninguna de las dos cosas: el elemento vocal provisto por Jónsi es indispensable para la ecuación, pero más que nada de un modo fonético, puesto que casi nadie entiende islandés –cuando no están cantando en sílabas inventadas, claro. Todo esto hace de la banda ártica el exponente más disfrutable de su género, el que ha llegado a más personas y el que las toca en sitios más profundos. Sitios que residen donde ya no importa tu ideología, ni tu idioma, sino sólo la experiencia total de la música. Son entonces y sin duda una banda importante.

El segundo consenso al que la población escucha ha llegado acerca de ellos es un tanto menos positivo: su música es bonita. No es una palabra que se escuche mucho en reseñas profesionales (o al menos pretenciosas), pero es lo que uno oye más a menudo cuando se enfrenta a alguien con piezas como “Hoppípolla”, “Agœtis Byrjun” o “Inni mer Syngur Vitleysingur” por primera vez. Cuando compré ( ) hace unos años, lo puse en el carro y mi madre me dijo que estaba “bonito”, a pesar de que los fanáticos lo consideran el momento más catártico y oscuro de su carrera. No hay nada malo con ser bonito, pero sí cuando esa belleza se transforma en algo estéril, que se puede observar sin sentir nada, como un florero. En una entrevista hace unos pocos años, el bajista Georg Holm aceptó que sus álbumes se habían hecho cada vez más felices, y que habían perdido el enojo que los impulsaba en un principio. Dentro del espectro de lo bonito, Agœtis Byrjun (1999), por principio, es un álbum melancólico y reflexivo; ( ) (2002) es apocalíptico y catártico; pero después de ellos vinieron un par de discos muy alegres, Takk… (2005) y Med Sud y Eyrum vid Spilum Endelaust (2008). Éste último disco marcó un punto de quiebre en la carrera de la banda, al menos en mi cabeza. Takk…, a pesar de ser alegre, era impresionantemente fuerte, con su cascada de himnos a la emotividad humana. Med Sud y Eyrum…, en comparación, no era tan interesante, a pesar de un par de buenos cortes. Desde el título —que se traduce a algo así como “Con un zumbido en los oídos tocamos incesantemente”— parecía indicar que la banda había perdido algo de interés. Luego vino un hiatus, algunos rumores de separación y Valtari (2012), un disco casi por completo ambiental y congelado que hacía a uno preguntarse para qué querían un baterista. No lograba conectar con las emociones del escucha del modo que su trabajo anterior hacía. Era un florero. Luego, el multi-instrumentalista Kjartan Sveinsson partió y se nos anunció la venida de otro álbum, ya sin él. Y todos amamos a Sigur Rós, y a todos nos importa su destino, pero la verdad era que no sabíamos qué esperar. Podía ser una debacle.