Sigur Rós
(2013)
Sigur Rós no es una
banda que sólo te gusta, sino una que también te importa. Todos ellos son una
invitación a ello, con el idioma extraño y a veces inventado, los videos
cinematográficos bellísimos, la voz inconfundible… Enfrentémoslo: para el 85%
de la población escucha, el post-rock empieza y acaba con ellos. Según los
sitios web más especializados, los mejores álbumes del género son producto de
Godspeed You! Black Emperor y de Talk Talk tanto como de estos islandeses, pero
eso poco importa para la gran mayoría. Godspeed es una banda genial, pero
inmensamente política e ideológica; Talk Talk son simplemente muy difíciles de
disfrutar a un nivel superficial. Hay otras opciones, como Explosions in the
Sky, Red Sparowes, Russian Circles o incluso los pesadísimos y resucitados
Swans, pero ninguno tiene el impacto inmediato del grupillo misterioso de
nórdicos liderado por voces y ganchos pop encantadores. La mayoría de las
bandas post-rock son instrumentales, y las que no (como Godspeed) suelen
apabullar a sus escuchas con ideas e ideales. Sigur Rós no hace ninguna de las
dos cosas: el elemento vocal provisto por Jónsi es indispensable para la
ecuación, pero más que nada de un modo fonético, puesto que casi nadie entiende
islandés –cuando no están cantando en sílabas inventadas, claro. Todo esto hace
de la banda ártica el exponente más disfrutable de su género, el que ha llegado
a más personas y el que las toca en sitios más profundos. Sitios que residen
donde ya no importa tu ideología, ni tu idioma, sino sólo la experiencia total
de la música. Son entonces y sin duda una banda importante.
El segundo consenso al
que la población escucha ha llegado acerca de ellos es un tanto menos positivo:
su música es bonita. No es una palabra que se escuche mucho en reseñas
profesionales (o al menos pretenciosas), pero es lo que uno oye más a menudo
cuando se enfrenta a alguien con piezas como “Hoppípolla”, “Agœtis Byrjun” o “Inni
mer Syngur Vitleysingur” por primera vez. Cuando compré ( ) hace unos años, lo puse en el carro y mi madre me dijo que
estaba “bonito”, a pesar de que los fanáticos lo consideran el momento más
catártico y oscuro de su carrera. No hay nada malo con ser bonito, pero sí
cuando esa belleza se transforma en algo estéril, que se puede observar sin
sentir nada, como un florero. En una entrevista hace unos pocos años, el
bajista Georg Holm aceptó que sus álbumes se habían hecho cada vez más felices,
y que habían perdido el enojo que los impulsaba en un principio. Dentro del
espectro de lo bonito, Agœtis Byrjun
(1999), por principio, es un álbum melancólico y reflexivo; ( ) (2002) es apocalíptico y catártico;
pero después de ellos vinieron un par de discos muy alegres, Takk… (2005) y Med Sud y Eyrum vid Spilum Endelaust (2008). Éste último disco marcó un punto de quiebre en la carrera de la
banda, al menos en mi cabeza. Takk…,
a pesar de ser alegre, era impresionantemente fuerte, con su cascada de himnos
a la emotividad humana. Med Sud y Eyrum…,
en comparación, no era tan interesante, a pesar de un par de buenos cortes.
Desde el título —que se traduce a algo así como “Con un zumbido en los oídos
tocamos incesantemente”— parecía indicar que la banda había perdido algo de
interés. Luego vino un hiatus, algunos rumores de separación y Valtari (2012), un disco casi por completo
ambiental y congelado que hacía a uno preguntarse para qué querían un
baterista. No lograba conectar con las emociones del escucha del modo que su
trabajo anterior hacía. Era un florero. Luego, el multi-instrumentalista Kjartan
Sveinsson partió y se nos anunció la venida de otro álbum, ya sin él. Y todos
amamos a Sigur Rós, y a todos nos importa su destino, pero la verdad era que no
sabíamos qué esperar. Podía ser una debacle.