Nota: este ensayo es, quizá, demasiado largo. Por lo menos lo es bastante. Leer a discreción.
The
voices are dark in the golden glare, the music intricately blended, both somber
and joyful.
-Carson McCullers, “The Ballad of the Sad Café”
Hay géneros
artísticos que son casi por completo inseparables de la geografía; géneros que
expresan algo más que una inquietud formal hacia la música o la literatura,
algo parecido a ese espíritu comunitario que muchos aseguran une a las naciones
y los pueblos. Uno de estos géneros es aquella vertiente de música
eminentemente estadounidense llamada Americana, la cual cuenta con un
importante arsenal de variantes y mutaciones que han evolucionado a través de
los años, desde el folk más acérrimo y antiguo hasta subgéneros que lo fusionan
con rock, jazz, shoegaze y una miríada más de influencias externas. En todo
caso, lo que distingue a la Americana como género es ese ethos que ya se discierne desde su mismo nombre: la implicación
lírica y musical de que esta música no podía haber surgido en un punto
geográfico fuera de Norteamérica; y no cualquier Norteamérica, sino una muy
específica, como este ensayo busca exponer. Otra característica particular de
la Americana es que rechaza el sonido hiper-refinado y la comercialización
explícita del country más popular, buscando una exploración ecléctica y
experimental de las fronteras musicales que se pueden abarcar sin perder el influjo
del folclor norteamericano. Así, la Americana nació como un género
reaccionario, que o bien busca expandir nuestras nociones de lo que es la
música folk y country, o por el contrario se avoca a escudriñar el pasado en busca
de un sonido más ‘auténtico’, alejado de los estándares impuestos por cadenas
comerciales de radio y televisión. Es esta división entre Americana y el
llamado ‘country de supermercado’ lo que motiva el ensayo “Toby over Moby”, del
crítico y polemista Chuck Klosterman. En él se arguye que la superioridad de
este subgénero sobre el country comercial que suele percibirse en círculos periodísticos
es una quimera, ya que es el country comercial el que en realidad comprende y
expresa las preocupaciones de la vida simplista llevada por los habitantes
modernos de las porciones semi-rurales de E.U, mientras que la Americana y el
country alternativo en todas sus variantes sólo le incumben a intelectuales que
han creado un falso glamour acerca del folclor norteamericano: “[…] while alt
country tries to replicate a lost consciousness from the 1930s—modern country
artists validate the experience of living right here, right now” (Klosterman 180). Para el
ensayista, la competencia musical de ciertas bandas de country alternativo
sobre artistas comerciales como Garth Brooks o Toby Keith es irrelevante, ya
que sus obras no tienen un significado que se conecte de manera “genuina” a su
realidad (176). ¿Acaso la mimesis de una realidad mundana es el propósito del
arte, o de la Americana en específico?