Por Tim
Parks
Nadie ha sido un crítico más feroz del Premio Nobel
de Literatura que yo. No tanto por las decisiones que toma, si bien algunas (Elfriede
Jelinek, Dario Fo) han sido verdaderamente desconcertantes; más bien por la
ridiculez de la idea de que un grupo de jueces suecos, siempre los mismos, de algún
modo consigan comprender la literatura proveniente de toda una miríada de culturas
y lenguajes distintos, o de que alguien, quien sea, pueda dictar con sensatez
quiénes son los mejores escritores de nuestros tiempos. ¿Los mejores para
quién? ¿Dónde? ¿Acaso todas las obras encajan con todo mundo? El Nobel de
Literatura es un accidente de la historia, dependiente del vasto patrimonio que
alimenta su bolsa de un millón de dólares. Más que cualquier otra cosa, lo que
revela es el deseo colectivo —al menos en Occidente— de que haya ganadores y
perdedores y, a nivel global, de que se construya una historia acerca de quiénes
son los gigantes de nuestra era a pesar de la imposibilidad de llevarla a cabo
de manera convincente.
En ocasiones, incluso he pensado que el premio ha
tenido una influencia perversa. El mero pensamiento de que hay escritores quienes
de verdad escriben con él en mente, que ajustan su trabajo y sus relaciones públicas en
aras de ser honrados algún día con los laureles, es genuinamente perturbador. Y todos
estamos conscientes, claro, de aquella triste figura del titán literario que se
queda con las ganas en sus últimos años porque, sin importar los otros reconocimientos que haya recibido,
la Academia Sueca nunca llamó a su puerta. Estarían mejor si el premio no
existiera. En cuanto a los periodistas, uno podría decir que entre más se
preocupan por el premio, menos se interesan por la literatura.
Una vez dicho esto, tengo que admitir que este año
los jueces han hecho algo extraordinario. Es para quitarse el sombrero. Han soltado el gato en el
palomar de una manera de lo más deliciosa. Primero, le han dado el premio a
alguien que no lo estaba persiguiendo de ningún modo, lo cual en sí ya es una
buena señal. Segundo, al provocar la reacción virulenta de los puristas quienes
exigen que el Nobel sea para un novelista o
un poeta, así como los fans de hueso colorado quienes sienten que se menospreció a su héroe literario, han revelado la mezquindad y la obsesión con
trazar fronteras que infestan el discurso literario. ¿Por qué esta gente no
entiende? Sencillamente, el arte va más allá de un apego solemne a tal o cual
forma. La decisión del jurado de celebrar una hazaña que también involucra la escritura es una bienvenida invitación a dejar
atrás las trilladas rivalidades y simplemente disfrutar el reconocimiento de los
imponentes logros de un hombre.