sábado, 22 de octubre de 2016

Bob Dylan: la música viaja, la poesía se queda en casa

Por Tim Parks

Nadie ha sido un crítico más feroz del Premio Nobel de Literatura que yo. No tanto por las decisiones que toma, si bien algunas (Elfriede Jelinek, Dario Fo) han sido verdaderamente desconcertantes; más bien por la ridiculez de la idea de que un grupo de jueces suecos, siempre los mismos, de algún modo consigan comprender la literatura proveniente de toda una miríada de culturas y lenguajes distintos, o de que alguien, quien sea, pueda dictar con sensatez quiénes son los mejores escritores de nuestros tiempos. ¿Los mejores para quién? ¿Dónde? ¿Acaso todas las obras encajan con todo mundo? El Nobel de Literatura es un accidente de la historia, dependiente del vasto patrimonio que alimenta su bolsa de un millón de dólares. Más que cualquier otra cosa, lo que revela es el deseo colectivo —al menos en Occidente— de que haya ganadores y perdedores y, a nivel global, de que se construya una historia acerca de quiénes son los gigantes de nuestra era a pesar de la imposibilidad de llevarla a cabo de manera convincente.

En ocasiones, incluso he pensado que el premio ha tenido una influencia perversa. El mero pensamiento de que hay escritores quienes de verdad escriben con él en mente, que ajustan su trabajo y sus relaciones públicas en aras de ser honrados algún día con los laureles, es genuinamente perturbador. Y todos estamos conscientes, claro, de aquella triste figura del titán literario que se queda con las ganas en sus últimos años porque, sin importar los otros reconocimientos que haya recibido, la Academia Sueca nunca llamó a su puerta. Estarían mejor si el premio no existiera. En cuanto a los periodistas, uno podría decir que entre más se preocupan por el premio, menos se interesan por la literatura.

Una vez dicho esto, tengo que admitir que este año los jueces han hecho algo extraordinario. Es para quitarse el sombrero. Han soltado el gato en el palomar de una manera de lo más deliciosa. Primero, le han dado el premio a alguien que no lo estaba persiguiendo de ningún modo, lo cual en sí ya es una buena señal. Segundo, al provocar la reacción virulenta de los puristas quienes exigen que el Nobel sea para un novelista o  un poeta, así como los fans de hueso colorado quienes sienten que se menospreció a su héroe literario, han revelado la mezquindad y la obsesión con trazar fronteras que infestan el discurso literario. ¿Por qué esta gente no entiende? Sencillamente, el arte va más allá de un apego solemne a tal o cual forma. La decisión del jurado de celebrar una hazaña que también involucra la escritura es una bienvenida invitación a dejar atrás las trilladas rivalidades y simplemente disfrutar el reconocimiento de los imponentes logros de un hombre.

Sin embargo, el aspecto más trascendental de la elección de Dylan no tiene tanto que ver con su estatus primario como músico y no como novelista o poeta. Resulta mucho más interesante —al menos desde mi punto de vista, habiendo vivido un buen tiempo en Italia y fungiendo como traductor y profesor de traducción— notar que este premio ha dividido el mundo geográfica y lingüísticamente de un modo que ningún otro Nobel había hecho. Y eso es decir bastante, sobre todo cuando uno considera que el Nobel se inventó precisamente para establecer un consenso internacional sobre la grandeza literaria.

¿Por qué sucede esto? Porque aunque la talla colosal de Dylan pareciera evidente en los países de habla inglesa hasta para quienes se escandalizaron de que haya recibido el Nobel, esto sencillamente no es igual en todos esos lugares donde la música de Dylan se escucha con regularidad pero sólo se comprende a medias su lengua. Lo cual es decir la mayoría del mundo.

Cuando el premio se le otorga a un poeta extranjero —Tomas Tranströmer, Wisława Szymborska, Octavio Paz[1]— cuya obra uno quizás no ha leído o no está siquiera traducida al inglés, uno confía en que el jurado sabe lo que está haciendo. Pues a pesar de todo lo arbitrario y absurdo que sea el premio, no hay duda de que los jueces mismos se lo toman en serio y hacen su mejor esfuerzo. Incluso en los casos donde sí hay traducciones disponibles, esas pocas personas que leen y piensan sobre la poesía suelen ser lo suficientemente sofisticadas como para saber que un poema traducido no es, casi nunca, la cosa de verdad. Es más como una sombra, un apuntador, un paladeo de la imposibilidad.

Pero todo mundo ha oído a Dylan: cada persona, en todo el planeta, que tenga un radio o vea televisión. En este sentido, el jurado se ha expuesto a las críticas como nunca antes. Y todo mundo lo ha oído en el contexto de la cultura pop, mezclado y colocado junto a músicos y bandas cuyas letras son, quizás, banales e irrelevantes. Fuera de la esfera de habla inglesa, la gente está acostumbrada a escuchar canciones populares en inglés y aprehender tan sólo una noción muy vaga de lo que se tratan. Ni siquiera se preguntan si están oyendo buenas letras o clichés, tal como nosotros haríamos ante una canción en polaco o en chino. Incluso aquellos que hablan inglés a un cierto nivel y han oído “Mr. Tambourine Man” mil veces no suelen reaccionar del mismo modo que haría un hablante nativo:

Though you might hear laughing, spinning, swinging madly across the sun
It’s not aimed at anyone
It’s just escaping on the run
And but for the sky there are no fences facing
And if you hear vague traces of skipping reels of rhyme
To your tambourine in time
It’s just a ragged clown behind
I wouldn’t pay it any mind
It’s just a shadow you’re seeing that he’s chasing.

Dylan canta las palabras con bastante claridad. Sin embargo, esto es trabajo duro para el escucha extranjero. Éste no está viendo las letras escritas. No puede reflexionar lentamente acerca de su significado. No sabe si exhiben una gran habilidad o si son un mero sinsentido. En específico, cuando Dylan pronuncia tres verbos seguidos que terminan en “-ing” — laughing, spinning, swinging—, al escucha no le queda claro si son gerundios o participios. ¿Cómo analizar esta frase? ¿Y cómo entender el encanto de “But for the sky there are no fences facing” [“Excepto por el cielo, no encontrarás otra valla”] si no entiendes inmediatamente que en inglés se dice de las vallas que “se encuentran” unas ante otras?

Ya ni siquiera empecemos a imaginar las dificultades que presenta “Subterranean Homesick Blues”.

Cuando leemos poesía sobre una página, nos tomamos nuestro tiempo con ella. Nos devanamos los sesos por ella. La atesoramos. Cuando escuchamos poesía cantada, sobre todo con la intensidad con la que Dylan canta —eufóricamente, con un gruñido y un acento arrastrado que son también una sofisticada forma de ironía—, ¿cómo se puede esperar que la apreciemos si no somos hablantes nativos?

Así que tenemos esta paradoja fantástica. De todos los laureados del Nobel, Dylan seguramente es por mucho el más conocido en todo el mundo. Hurra. Pero sólo es conocido en tanto que la gente ha escuchado las canciones, no atesorado las palabras. Así las cosas, apenas una hora después de que la Academia hiciera su anuncio, yo estaba recibiendo mensajes y correos de amigos italianos, que rezaban cosas como: “A mí siempre me ha encantado Dylan, ¿pero qué demonios tiene que ver con la literatura?” Y estas son personas que saben bastante inglés. Finalmente, alguien me escribió: “Siempre sospeché que las palabras de Dylan eran especiales”. Y en dicho mensaje había un cariz de orgullo por saber el inglés suficiente para darse cuenta de eso.

Sobra decir que en Italia hay algunas versiones traducidas de Dylan. En 2015, el excelente cantautor Francesco De Gregori lanzó un álbum, Amore e Furto, (homónimo de Love and Theft), que tiene algunas buenas rendiciones, o bien “robos”, de Dylan al italiano. De Gregori llama “Acido Seminterrato” a “Subterranean Homesick Blues” y hace lo que puede para mantener el ritmo de las demenciales rimas de Dylan:

ragazzino cosa fai
guarda che è sicuro che lo rifarai
scappa nel vicolo,
scansa il pericolo
nel parco uno con un cappello ridicolo
ti dà la mano
vuole qualcosa di strano[2]

Mas esta clase de virtuosismo es la excepción que prueba la regla, e incluso frente a él uno se maravilla, sobre todo, de que De Gregori se acerque tanto y al mismo tiempo siga tan alejado. Las traducciones en forma de cover casi siempre son una versión trivial y deslavada del original, arrastradas enteramente al capricho del ritmo de la música y la necesidad de que haya rimas. Yo diría, inclusive, que en realidad lastiman la reputación del cantante en vez de beneficiarla.

No debería sorprendernos que la controversia por este Nobel sea todavía más intensa fuera del mundo angloparlante de lo que es por dentro. El galardón ha desnudado un hecho que los premios literarios internacionales por lo general ignoran, o que quizás estaban diseñados para trascender: que una obra de arte está íntimamente ligada al trasfondo cultural donde es creada. Y la lengua es una parte crucial de eso. Sencillamente, el trabajo de Dylan significa más y con mayor intensidad dentro del mundo que produjo a Dylan. Con grados de variación, y muy a pesar del internacionalismo y la globalización, esto será verdad de cualquier obra literaria.


—16 de octubre de 2016





[1] Extranjero para Tim Parks, obviamente. [N. del T.]
[2] Los versos equivalentes en la canción de Dylan son: “Look out kid, it's something you did / God knows when, but you're doing it again / You better duck down the alleyway looking for a new friend / The man in the coon-skin cap in the pig pen / Wants 11 dollar bills - you only got 10”. [N. del T.]


APOSTILLAS

1. ¿Qué se necesita para hablar de arte? La posición de Parks puede resultar chocante en tanto que no parece hacer distinciones entre los hablantes nativos inteligentes y los hablantes nativos pedestres, pero creo que termina por aterrizar cerca de la verdad. La cantidad de controversia que rodeó al reconocimiento de la Academia Sueca hacia Dylan sólo se explica recordando que el laureado no únicamente es un artista que la mayoría de la gente considera pop, sino uno que escribe y canta en inglés, el autoproclamado idioma internacional de nuestros tiempos. Gracias a estas dos popularidades masivas, todo mundo cree que sabe de lo que habla cuando habla de Dylan, aunque no haya abierto un ensayo de intermedialidad en su vida o, peor aún, leído con detenimiento alguna de sus letras. En México la cosa está muy clara: cientos, miles de personas con inglés de Interlingua reclamaron porque, a sus ojos, algo que pertenece al mismo medio que Taylor Swift o Jay Z no puede ser literatura. También los hubo quienes pensaban que, en ese caso, se debió premiar también a Freddie Mercury o Eric Clapton, quienes "también tienen canciones muy bonitas". Parece claro que analizar la estructura de una canción, qué tanto ésta se ajusta a patrones tradicionales y (en caso de ser transgresora) definir qué tan lejos llega en sus transgresiones, yace muy lejos del escucha promedio de música popular. 

Estamos ante una faceta muy específica de una molestia que achaca a toda obra de arte. No es sólo que Dylan signifique más entre más inglés sabe su escucha, sino que cualquier obra significa más entre más inmiscuido esté en su contexto de creación quien la aprecia en ese momento. Esto parece obvio, pero es una tesis sorprendentemente impopular entre círculos de legos modernos. Me he topado con personas —mexicanos que no hablan inglés y son lectores casuales— quienes juran que leyeron Ulises a los 12 años y le entendieron perfectamente. Más allá de no creerles, y no les creo, siento lástima por ellas: debe ser horrible leer Ulises sin conocimiento alguno sobre la historia de Irlanda, la ideología y las obras anteriores de Joyce, el modernismo, la filosofía grecolatina, etc. Lo único que queda de la obra, despojada de su referencialidad, es un texto banal, aburridísimo y largo como la cuaresma. No dudo que personas así en verdad piensen que le entendieron perfectamente al libro: se necesita un grado de conocimiento hasta para reconocer cuando uno es incapaz de captar algo. De conocimiento y, además, de conciencia propia, tan desusada en estos tiempos. Y les estoy hablando de un trabajo que pertenece a la alta cultura, lo cual implica que la gente suele consumirlo con una mentalización previa para un reto intelectual; ahora imagínense el nivel de chambonería y desinterés con el que las mayorías consumen música popular, baja cultura, y bueno, este Nobel termina por ser la la receta para una perfecta conglomeración de agravios ignorantes.

2. Generosamente, Tim Parks le echa flores a la adaptación de "Subterranean Homesick Blues" llevada a cabo por De Gregori, y hasta la califica de "virtuosa". Yo también aplaudo el esfuerzo, pero la verdad es que su versión sí se queda corta por mucho. Aquellos de ustedes que sepan italiano, e incluso quienes tengan la paciencia para descifrarlo a partir de su similitud con el español, se darán cuenta de que los versos no encajan muy bien con los correspondientes de Dylan. De Gregori, por ejemplo, incluye la figura del hombre extraño en el chiquero —pero es incapaz, dentro de la métrica de la canción, de caracterizar el material de su sombrero y narrar la escena de los "11-dollar bills" en tan sólo 2 versos, como Dylan consigue. La erosión del lenguaje es notable. Allí donde Dylan nos regala a un hombre "con un sombrero de piel de mapache que quiere 11 billetes de 1 dolar [o quizá billetes de 11 dólares]", De Gregori es incapaz de ofrecer más que un hombre "de sombrero ridículo que quiere algo extraño". Para colmo, y Youtube no me dejará mentir, el arreglo de De Gregori alenta bastante la canción, arruinando el efecto frenético de la dicción en Dylan.

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